El dulce e ínsipido arte de la procrastinación



Bastó tener tardes libres para que no tuviera excusa alguna para escribir. Bastó que me dijeran que podía escribir lo que se me diera la gana y que me divirtiera, para que en ese mismo acto se diluyeran (casi) todas las ideas que iba tejiendo en mi cabeza desde que tuve un lápiz en mis manos por primera vez. Así, listados de temas aptos para la redacción se esfumaron en un pispás.

Si mi comportamiento obedeciera a una especie de Ley general, su formulación sería algo así: “las cosas que haces te gustan en tanto son excusas para no hacer otras que te disgustan más”. Es una sentencia que no precisamente encandila de optimismo, ni una docena de Diegos Torres podrá remontar, con su verde esperanzador, esos remolinos de miedo, cobardía, e incluso, vagancia.

Decían los epicúreos (y luego los utilitaristas) que la felicidad es algo así como un estado del alma donde priman los chispazos de placer sobre los momentos de dolor, todos ellos sobre un “colchón” de calma y tranquilidad. Nadie puede ser feliz mientras se encuentra alterado y nadie soportaría vivir en estado constante de éxtasis placentero.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando el evitar el dolor se transforma en un objetivo más importante que maximizar el placer?, ¿qué pasa cuando la tranquilidad se vuelve reposo?, ¿qué pasa cuando gana la comodidad y dejamos todo en manos de nuestra siempre irrefrenable pasión por la procrastinación?  Temo que con la tendencia exagerada a evitar el dolor, terminemos también evitando el placer y, junto a él, a la vida misma. Nos mintieron con eso de “Il dolce far niente” porque, en realidad, el no hacer nada es tan dulce como un durazno verde.

Volviendo a la escritura, ésta deviene un acto placentero por varios motivos: desde la posibilidad de abrirnos hacia otros horizontes generados por las lecturas y relecturas de nuevos ojos lectores, hasta el solo hecho de sabernos capaces de producir algo que no existía previamente y generar, de ese modo, autorretratos más amables y dignos de nuestra estima. Si primase siempre el miedo a la incomodidad o al dolor por la mirada ajena demasiado crítica o mordaz, terminaríamos por no escribir ni una línea. Pero, si usamos a la escritura como pretexto para evitar cualquier otra obligación que disguste más, puede ser que nos sintamos poseídos por el fantasma de Calderón de la Barca o Cervantes (salvando las distancias, por supuesto).

¿Quién no dijo alguna vez “mejor Guatemala que Guatepeor” en unas elecciones presidenciales?, ¿quién no permaneció en su empleo porque es mejor  “mal conocido que bien por conocer”?, o ¿quién no se quedó con su pareja porque “peor es nada”? Creemos que esa misma lógica comparativa es el fundamento del binomio placer/dolor. Pero no lo es, no da lo mismo mayor placer que menor dolor. Su diferencia radica en que mientras lo primero potencia la vida, lo segundo apenas la hace soportable.

¡Qué vidas las de nosotrxs, lxs conformistas! Más soporíferas que tortugas dopadas con lexotanil, lo único que mantenemos es el colchón, nada de chispazos, nada de angustias, nada de dolor y nada de alegría (de la buena). Todo parece muy cómodo, pero el riesgo está en que, cuando nos despertemos de nuestra eterna siesta, lo único que nos esté esperando sea un insípido durazno verde en nuestra mesita vacía y sin luz.

En todos esos contorneos de las mentes cobardes y enroscadas, ¿a dónde va a parar la más mínima posibilidad de ser feliz?

Comentarios

Entradas populares