¿A dónde está el silencio?
El bañero que está solo y espera (Extraída del álbum de mi último viaje y que lo seguirá siendo por muuuuucho tiempo) |
Esta
cuarentena no es lo que esperaba: escucho demasiado ruido. Nada más ajeno al silencio monacal que me
obligaría a cavar en lo profundo del ser, o al silencio de un par de metros
bajo tierra. Por las mañanas escucho el ruido del tránsito, incluso más que
algunos domingos habituales. Con el correr del día van desperezándose las
discusiones domésticas del vecindario, y no demoran en surgir los problemas -a
todas luces gravísimos- que parece tener una habitante preadolescente de mi
edificio para completar sus tareas escolares desde alguna plataforma virtual, el
volumen va in crescendo en la sinfonía de sus vituperios contra la maestra y la
descripción de los audios que le mandará a través del WhatsApp. Pienso en la
profesora y en todo el ruido en el que debe estar inmersa, en esa desbordante
lluvia cotidiana de mensajes de adolescentes con ataques de nervios, ¿habrá
creído ella también que el aislamiento iba a ser silencio?
El trabajo
desde la casa puede tener sus comodidades, de hecho se puede hacer en calzones
y con el mismo pijamas que llevas puesto hace 3 días (al menos que se haga vía
videoconferencia, claro). El problema radica en la autoexigencia de pretender
responder a todas las demandas al mismo tiempo y en cualquier horario; hay que
responder, hacer y resolver ahora mismo, no importa si es domingo a las 3 de la
tarde o jueves a las 11 de la noche. Estás en tu casa, ¿qué planes tan urgentes tenés para no responder a un pedido
de tu trabajo? Y, no sé… capaz el plan es preservar tu salud mental; capaz el
plan era, por una vez en la vida, el silencio.
Ahora bien,
¿nos bancamos el silencio? Veo que hay gente (¿privilegiada?) que no está
trabajando desde su casa ni tiene (afortunadamente) que arriesgar su vida en la
calle, y que porta la confianza de mantener su sueldo y empleo hasta después de
este aislamiento, pero que se queja del aburrimiento. ¿Cómo es posible que un
ser que tenga sus capacidades mentales intactas pueda llegar a aburrirse?,
¿cómo se permite el aburrimiento quien puede imaginárselo todo, viajar en el
tiempo, contarse historias, tramar fantasías eróticas, soñar, ordenar la casa,
practicar nuevas recetas…?, ¿cómo es posible el aburrimiento en alguien que
puede conocer, investigar, jugar, desear y amar?
En un posteo
en Instagram, que no dejaba de ser un regaño a los que violan cuarentena, cité
al Libro de los Proverbios del Antiguo Testamento: “En vano se echa la red ante
los ojos de los que tienen alas”, e intenté consolar (me) con el concepto de
que siempre podremos encontrar la manera de desplegar las alas y remontar el
vuelo, aunque sea en el trayecto de la cama al living. Extraño oxímoron en el
que habito: por un lado, creo que nadie es libre nunca; por el otro, siento que mientras tenga materia gris en funcionamiento, soy
libre siempre, esté a dónde esté. Siento que soy incapaz de aburrirme confinada
en el espacio de una habitación, porque
mi mente es muy hábil en eso de irse de parranda.
Al ser fanática
del dolce far niente no comulgo con
esa exigencia social (que es otra pata
del sistema económico) de tener que estar constantemente haciendo cosas. Hay
que “pro-du -cir” parece que silabeara
con aplausos una suerte de tirano fascista al interior de nuestros cerebros. Para peor, en este mundo de redes sociales
sobresaturado de imágenes, a la exigencia de producción le sigue la de
exhibición. Tenemos que hacer (lo que sea) y estamos obligados a mostrárselo al
mundo, si no lo compartimos, nunca lo hicimos. No aparecer es desaparecer, es no
existir (en este contexto de pandemia: ¿las videollamadas serían una especie de
prueba de vida?). Así, pululan los videos de personas talentosas para
absolutamente todo, inclusive para hacer estupideces, todo sea por sobrellevar
la tragedia griega de tener que quedarse en la casa. Según lo que veo como
espectadora (por suerte), cuando el aislamiento lo hace una familia entera, más
que tragedia griega, se perfila como una gesta titánica digna de los 12 trabajos de Hércules.
¿Qué pasaría
si nos quedáramos en silencio?¿Acaso habría sonidos desde nuestro interior que
nos indiquen que somos algo más que seres en continua exhibición? Estamos
siempre dirigiendo nuestra atención al mundo, a las cosas que consumir, los
quehaceres, las imágenes, las demás personas; por eso, encontrarnos con lo poco
que somos, con esa casi nada que se nos diluye como el jabón con el que nos
lavamos las manos 500 veces al día, no puede ser una sensación placentera. No es casual que aburrir y aborrecer sean
términos tan similares: hay quien dice que incluso fueron sinónimos durante la
Edad Media y hasta el siglo XVI. [1]Etimológicamente,
ambas vienen de “abhorrere”, tener aversión a algo que nos eriza la piel, que
causa horror, algo de lo que queremos huir.
En época de pandemia, la vinculación es evidente: aborrecemos tanto la
muerte y la pérdida como nos aburrimos de nuestra nada, de nuestro vacío
interior. El silencio que encuentro en mí lo poco que grita es el silogismo:
Todas las
personas son mortales.
Yo soy
persona.
Yo soy mortal.
Dejame el
ruido nomás, gracias. ¡Larga vida a mi vecina y a su maestra!
[1]
COROMINAS, Joan: Breve diccionario
etimológico de la lengua castellana, 3° Edic., Gredos, Madrid, 1987
Este artículo se publicó en el diario La Nota de Tucumán, en fecha 28/3/2020. Ver: https://lanotatucuman.com/reflexiones-desde-el-aislamiento-adonde-esta-el-silencio/actualidad/28/17/2020/45616/
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