EL CINECLUB DE LOS CORAZONES SOLITARIOS


   (El otro irrumpe a chirlos, mi escena preferida de "Amici Miei", peliculón de Mario Monicelli, este grupo de amigos aprovecha las despedidas para abofetear sorpresivamente a los pasajeros)

Siento una especie de adoración por los cineclubes y a la vez me irritan de sobremanera con la ambivalencia típica de cualquier sentimiento, más aún cuando es intenso. Cada dos por tres me encuentro sentada en la oscuridad, rodeada de otros desconocidos que, como yo, verán una película de algún realizador ignoto de los años 60, o de otro de culto pero que nadie entiende, o una verdadera gema del séptimo arte o un film clásico tan clásico que ya forma parte de la narración de nuestras vidas y, por eso mismo, resulta demasiado naif.
La proyección suele empezar con demoras y los problemas técnicos no tardan en aparecer: los subtítulos desaparecen o el sonido se esfuma, o la imagen se pierde, o la película se traba o pasa todo eso junto. El público suele ser en promedio -al menos- sexagenario, no hay ruido a pochoclos revolviéndose dentro de tarros enormes, ni al gas chispeante de las gaseosas, ni a niños que lloran o quieren ir al baño, ni a besos con sabor a chicles. En cambio, sí hay ruidos de caramelitos que nunca terminan de sacarse del envoltorio, a bolsitas (de donde salen esos caramelitos, medicamentos o vaya uno a saber qué), toses, zarandeo de bastones, preguntas en murmullos que no son tan murmullos. Recuerdo que cuando iba al cineclub en un bar, a todo ese repertorio se le sumaba el estrepitoso sonido que hacen los cubiertos cuando caen y las conversaciones con los mozos. Pero lo que caracteriza al cineclub son los comentarios que con absoluta impunidad y desparpajo hacen "las tías y los tíos abuelos del cine", aquellos ya octogenarios que necesitan exteriorizar todo lo que ven, y que no esperan tener respuestas de nadie, simplemente hablan hacia los personajes de la pantalla y se asombran como niños que acaban de descubrir la magia, quizás sin darse cuenta que están conversando consigo mismos.
Es más factible encontrar gente sola en un cineclub que en una sala de cine comercial, porque no suele percibirse como “una salida al cine”. Es como la diferencia entre ir a tomar un café o salir “a tomar algo”. Si bien a los cineclubes van algunas parejas y quizás algunos grupos pequeños de amigos, es habitual que sean clubes de corazones solitarios, como me gusta bautizarlos. Yendo a ellos, en ellos y a la salida de ellos, es donde se me suele hacer más evidente la profunda soledad del alma humana y el problema eterno de la incomunicación entre los sujetos. Es que allí soy testigo de las reacciones que las películas provocan en esos tíos y tías, muchas de las veces no las entiendo. Antenoche, por ejemplo, un señor se quejaba en todas las escenas de amor, y hacía sonar su bastón contra el suelo, ¿a qué recóndito lugar de su alma habrá llegado ese beso ingenuo de una comedia italiana? Luego se enojó en una escena que para mí era absolutamente intrascendente, ¿habrá sido por su intrascendencia? Lo único que sé es que ese señor y yo vimos dos películas diferentes, mientras yo me reía, él rezongaba. Y lo mismo pasaba al principio con otros espectadores, ellos se reían a carcajadas, a mí no me causaba tanta gracia. En esta ocasión, la película transcurría en Florencia, desde mi butaca capté -no sin poco remordimiento- la belleza descomunal de esa ciudad, yo había estado tan imbuida en espesas marañas de sentimientos que no la había sabido apreciar mientras estuve en ella. Nuestra subjetividad a veces nos enceguece y nos hace idiotas. 
A la salida, caminando en medio de este frío de invierno en otoño y bajo la llovizna,  la experiencia del cineclub se me reveló como la metáfora del problema de mi vida, ¿será que entendemos lo mismo con los demás?, ¿hablaremos realmente el mismo idioma? 
Al igual que el cineclub, vinieron a mi cabeza otros dos ejemplos: los cuentos y el whatasapp. Nunca sé si entendí realmente un cuento o no, generalmente los finales son abruptos y quedo con la sensación de que no terminé de darme cuenta si había algo que estaba siendo dicho más allá de, si estaba ante una obra maestra o ante una bazofia. Nunca sé del todo de qué va el cuento, me pierdo en la narración y termino en ascuas, pensando si efectivamente era solo eso o si en verdad soy medio estúpida ¿Cuál es la maravillosa idea que captan los otros lectores y yo no? Siempre la desconoceré, o quizás lo lea de nuevo y cada vez tenga un final distinto y probablemente ninguno sea el que el autor previó mientras se ponía el ropaje de narrador. 
Con el whatasapp me pasó algo parecido, alguien me mencionó con un arroba en una conversación y creí, ingenuamente, que me tenía agendada con mi apodo (“Elinor y su trompeta”) e inmediatamente esa persona me pareció más divertida aún. Al poco tiempo, otra etiquetó a una tercera con el apodo que yo le había puesto y pensé “guau, ¡qué copada que soy que todo el mundo agenda a sus contactos con mis apodos!”… pues no tenía nada que ver con eso, no me había dado cuenta de la obviedad de que siempre vemos a los contactos con los nombres con que nosotros los agendamos. Solo leemos sus nombres como previamente lo hemos escrito, incluso cuando otra persona los menciona. Parece una estupidez, para mí es una idea clave: no sabemos cómo el otro nos tiene agendado, nos sabemos cómo el otro nos apodó, sólo vemos nuestra agenda. Todo el tiempo nos leemos a nosotros mismos como el señor que le habla a las imágenes de la pantalla. 
No sabemos si hemos visto la misma película que el otro espectador, incluso que el director, menos aún que el guionista. No sabemos si hemos leído el mismo cuento.  Entonces, ¿cómo saber si nos albergan sentimientos más o menos similares?, ¿cómo saber si el te quiero mío es igual al tuyo?
Somos seres en soledad, que nos dirigimos a otros fantasmagóricos que se hacen reales  cuando, como a través de una rendija, los dejamos entrar y es ahí donde nos damos cuenta que efectivamente hablábamos dos idiomas diferentes. Entonces los otros nos explotan, como granadas, bien adentro.-


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