Metáforas para el amor

     
(Ilustración de Tute)
       Levante la mano el que nunca  sintió que no era correspondido en el amor. Importa poco si nos referimos a amores reales o imaginarios, concretados y perdidos o en vías de extinción. El mayor problema parece siempre ser el mismo: aunque ambas partes intercambien los términos del mismo idioma, parece que no hablaran la misma lengua, porque no comparten las mismas metáforas.
       Supongamos que la persona de tu interés, el objeto de tu deseo, te diga “vayamos al cine”, para vos esa propuesta se transforma en una cita, y luego ésta en el objetivo número uno de tu vida. De repente, te advertís contando los minutos, los segundos y las centésimas para llegar al Encuentro. Ensayás escenarios y situaciones en tu cabeza desde el “hola, ¿cómo estás?”,  que tal vez sea mejor cambiar por un “¿cómo andás?”, (al final de cuentas, más lo que se anda que lo que se está, ¿o no?..., ya no pensás con claridad y te carcomen los nervios). Dará igual si vas a ver Batman vs. Superman, Rambito y Rambón o una de un director de culto, no importa, a partir del momento de la invitación, el cine tampoco será el cine, y esa película será mucho más que esa película.  
         Del  mismo modo, los espacios y objetos vinculados a esa persona van transmutando su significado. Así, la mesa junto a la ventana del bar deja de ser mesa, el bar deja de ser bar, la ventana deja de ser ventana, el regalo entregado casi de casualidad es mucho más que un regalo y muchísimo menos una casualidad, los encuentros fortuitos son “señales del universo”, la canción de Spotify pasa a ser un himno y los perfumes parecidos a los que usa te hacen entrar en trance con gusto a algodón de azúcar. Cualquier cosa adquiere un halo sacralizado, desde un sacacorchos hasta el repelente para insectos. Las frases, los gestos, las miradas, las no respuestas, los estados del whatsapp, las entradas del blog, son enviados como mensajes encriptados adentro de una botella que arrojas desde tu isla a la costa continental. El problema es que lo que vos calculás (con ojo de –muy- mal cubero) como un riacho que te separa de ella, puede ser un lago lleno de cocodrilos, un mar atravesado por una tempestad o un océano interminable. Tu isla es tan metafórica y la costa es tan literal, que no hay punto posible de conexión. Para quien habita en la costa, el cine es solo cine, la mesa es mesa, el bar es bar, el perro es perro y nada más. 
         Estás  en la isla de la metáfora y lees las señales luminosas que vienen desde el continente como mensajes escritos en el aire, de vez en cuando vislumbrás un “sí”, otras veces un “no”, algunas un “nunca jamás”, pero casi siempre un “capaz”. El problema es que las luces de la costa quizás sean solo eso, luces. Quizás no te estén señalizando nada, lo más probable es que la botella ni siquiera haya llegado. Peor aún, cabe la posibilidad de que esas luces estén intencionalmente dirigidas pero a alguna otra embarcación que ostenta un sistema de comunicación más eficaz que el tuyo, con la sintonía fina necesaria, un sistema que sí capta la frecuencia correcta y devuelve la respuesta esperada, y con el que el faro del continente ha construido un mundo de metáforas del que no formas parte de modo alguno. Te queda la observación perpleja desde la soledad de tu isla. La costa sí que puede ser metafórica, pero no con vos.
           Nada ni nadie puede garantizar el éxito amoroso, pero éste se torna menos imposible si el encuentro es facilitado por la efectiva comunicación entre metáforas correspondientes y correspondidas. ¡Bienaventurados sean los aptos para intercambiarlas! Pues, guíados por ellas, serán capaces de tender amarras en el continente.-



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