Pequeña serenata para la siesta: "Entusiasmo, divino tesoro" (o SKERE! a modo diablo)

  Para los griegos, el enthousiasmos equivalía a actuar como si se tuviera un dios (theos) dentro de sí, una suerte de impulso vital y divino que conducía al entusiasmado a transformar el mundo y la naturaleza circundante. Siguiendo esa noción medio lírica, medio mítica, solemos entender al entusiasmo como lo divino dentro la creación inspirada, de la producción artística y poética, en la arquitectura de los sonidos y de las formas, y si a todo eso lo tuviéramos que decir en griego, podríamos usar una sola y hermosa palabra, que abarca a todas las formas de producción y creación posibles, a todo paso del no-ser al ser: poiésis.
   El entusiasmo posee a los poetas, a los enamorados, a los emprendedores y navegantes y los arroja a la aventura -o desventura-, a la construcción o al descubrimiento de nuevos mundos y de nuevas formas de la sensibilidad y el pensamiento. Nada más lejos, como diría Nietzsche, del dáimon socrático, aquella especie de diosecito o  voz de la conciencia moralista y aburrida del viejo Sócrates, que lo impulsaba más al no-hacer que al arrebato de la transformación.
     Entre todos los entusiasmos posibles, me interesa el que invade el territorio de lo amoroso, volcándose en un interés tan absoluto como repentino por un/a Otro/a que emana poiéticamente, desde alguna fuente misteriosa. Las manifestaciones exteriores de ese entusiasmo nunca son del todo uniformes u homogéneas, porque  tampoco lo son sus expresiones interiores. No hace falta ir –o volver, según el caso- a análisis para darse cuenta que lo que más entusiasma es la mirada ajena que se posa sobre un/a mismo/a, y pareciera que ese planteo lleva a un rodeo en boomerang desde la alteridad hasta el propio yo. Las preguntas básicas que nos asaltan ante la sorpresa de la irrupción de esa nueva mirada es ¿qué es lo que soy?, ¿qué es lo que tengo? o mejor, ¿quién soy yo para que este ser humano fije su atención en mí? ¿Es entusiasmo por mí o es entusiasmo por vos?, ¿es entusiasmo por vos en mí?, ¿por mí en vos?, ¿el mí es un ideal distorsionado o es real?, ¿el vos soy yo?, ¿el yo sos vos? Dicho de otro modo, el entusiasmo por la alteridad, en la alteridad y a través de la alteridad no es tan sencillo como el del perro que sacude la cola y “se agita como loco” y “acaba rompiendo el  jarrón”  luego de ver la correa con la que lo sacan de paseo.
  Ese enjambre interior propio del entusiasmo humano tiene manifestaciones exteriores que a veces son muy claras: te impulsa a retomar la escritura, a desplegar las gracias, los dones y los talentos “espirituales”, o a someter al cuerpo al rigor de la disciplina física, las dietas o el sadismo del peluquero. Otras veces, esas demostraciones son “semiclaras”, como aquellas en las que tus oídores se dan cuenta que un nombre distinto aparece de súbito, ex-nihilo (¿o autopoiéticamente?) en tus charlas y que lo dejas caer, como sin querer queriendo, cada dos palabras y media, da lo mismo que estés hablando de líquido refrigerante para motores o de tu última sesión de tarot. También puede pasar lo opuesto: dejás de nombrarle, y entonces empieza a llamarse como un murmullo, como un sonido gutural, que lo decís despacito, casi para que no se escuche, para que solo vos lo escuches y no lo compartas con nadie, en ese caso se despliega una suerte de “patología del entusiasmo” que consiste en no querer que adviertan cuál es el objeto del tuyo, puesto que basta que lo sepan para que algunas almas oportunistas vayan en su cacería, siempre con mejores armas, más vistosas e impactantes que aquellas un poco abolladas y algo oxidadas con las que te presentás en el campo de batalla. 
  La mayoría de las veces, las manifestaciones del entusiasmo son erráticas, muy erráticas, demasiado confusas y confundibles con síntomas de averías neurológicas. Parece que ese theos se convierte en un dáimon medio socrático, medio borracho, bastante amnésico y completamente pelotudo. Así es como aparecés en el supermercado, yendo de una góndola en otra, con un carro vacío y sin saber qué hacés ahí, ni qué fuiste a comprar; te escapás del trabajo hasta tu casa en búsqueda de algo que después terminás hallando en el trabajo, pero en el camino entre las idas y las vueltas acabás olvidando otra cosa; entrás a tu casa y nunca más encontrás las llaves con las que habías abierto las puertas; lees 40 veces la misma página del libro y no sabés si estás frente a un tratado de Economía, una partitura musical o una receta de alfajorcitos. En el peor de los casos, tu theos interior se vuelve un ente inanimado y ataráxico (incapaz de pronunciarse y de actuar), es como si el mismo entusiasmo fuera tan intenso que termina por generar el propio miedo que lo destruye. Es así como el ser pelotudamente entusiasmado llega a aparentar una cuasi apatía, la mirada se baja, se escurre, se evita, el contacto se esquiva, el deseo se calla, y la vida se pasa.
    El entusiasmo que entusiasma, en cambio, es el del lunático. El de aquel ser que se ha dejado raptar, como las mareas, por las fases de la Luna y que se sacude y agita como loco y que rompe jarrones y que sube y que baja y que mueve con frenesí la cola ante la inminencia del paseo y del encuentro que se avecina y que vuelve a escribir, aunque esta vuelta le resulte lunática, errática, insólita.-

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